Sorprende ver cauces como los de la foto. Porque cuando su final está cercano y ya divisan el mar, se les ofrece un laberinto de obstáculos. Muy digno de la mejor gymkana de nuestra infancia. Grisura.
Leyendo estos cauces nos enteramos de muchas cosas. Domina la grisura de la piel estructural de los muros cajeros. Y del lecho que ha habido que preparar para que por una sección uniforme pase el mayor caudal posible. Para llevar el agua al mar sin que desborden.
Menuda hazaña, con ese lecho tan abrupto donde las rocas de escolleras antaño unidas por el ingenio, ahora yacen donde las avenidas quieren. Al menos, enseñan esa especie de boca a medio destentar en la que se ha convertido lo que queda de cauce.
Para apaciguar algo la acidez de la grisura, las cañas y otras plantas tiñen de verde algunas zonas del lecho. Para que las aguas cuando circulen se vayan acostumbrando al azul verdoso del mar.
Las barandillas que evitan al paseante curioso el mal trago de dar con sus huesos en tan abrupta cama, también son grises. Y hasta el cielo acompaña la grisura imperante en el ambiente. Solo lo rompen unas palmeras que deben recordar con añoranza el oasis del caravanserai.
El mar espera, a veces tranquilo y otras inquieto el vómito final del cauce, su último estertor en el espasmo incontrolable de la avenida, sin saber cuándo ni cuánto ni qué se verterá tras regatear todos los obstáculos.
Y seguramente se pregunta si hay otra manera de resolver el problema. Viendo la urbanización de las otrora riberas, a nosotros no se nos ocurre ninguna solución distinta de la deportación y eliminación de edificaciones en una amplia franja.
O sea, que le decimos al mar que este es el mal menor. Que si quiere seguir acogiendo a los bañistas, el río debe pagar este peaje.
Lorenzo Correa
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