La que dura poco tiempo o es pasajera. Esa es la efímera agua de la nieve, que mantiene su solidez hasta que el sol la licua o la sublima. Metáfora de tantas emociones cordiales del ser humano.
Una vez convertida en caudal, como nuestros deseos cuando se cumplen, se convierte en efímera corriente, cuya duración está inexorablemente marcada por la temperatura del aire calentado por el sol, que es el corazón.
No hay cosa que no sea efímera porque todo en esta vida tiene su fin. Como la corriente que cuando se mantiene algo más en el tiempo, se convierte en intermitente. Dura hasta que el nivel freático desciende por debajo del lecho fluvial. Se acabó la emoción, el amor se secó.
Y aunque una corriente sea constante, el caudal que vemos pasar ante nuestros ojos es efímero. Porque ya nunca volveremos a verlo. Desde la margen nevada, el hielo espera ansioso resbalar hacia el cauce. Solo necesita que el sol le eche una mano. El poeta escribe su poema cuando sus rayos aportan la calidez necesaria para nieve y poema se fundan en un abrazo.
Y la efímera agua licuada que llega al río también escribe al mar su larga carta en la que le anuncia su llegada, aunque no sepa el día ni la hora. El mar espera, no tiene prisa. Él sabe que se nutre de toda el agua efímera que le llega por las venas y arterias de la tierra. Le aportará la experiencia de innumerables derivaciones e incorporaciones.
Y una vez tranquila y sosegada, esperará la hora de subir al cielo para que el viento la lleve de nuevo a la tierra. Allí, efímera pero eficaz, dará vida y fomentará el esplendor de la naturaleza. Aunque a veces también siembre el caos y se lleve por delante todo lo que encuentre. Pero hoy, el poeta solo la condensará en cinco palabras mágicas
Lorenzo Correa
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