Como todos los años, al acabar el verano, tifones y huracanes protagonizan los noticiarios. Un año más hemos estado inmersos en el “ojo del huracán” mediático. Redes sociales y medios de comunicación otorgan un enorme protagonismo que a estos fenómenos meteorológicos en todo el mundo.
La sensación de estar escuchando y viendo lo que ha sucedido desde un lugar lejano y tranquilo, recuerda la genial frase de Jorge Luis Borges: “soy como el ojo del huracán: serenidad y silencio cuando todo se arremolina a su alrededor”
Hace solo 3 años, mientras Hong-Kong se desmoronaba, incapaz de resistir al tifón Mangkhut, el huracán Florence sacudía las norteamericanas Carolinas. Sucedió en esta temporada a Irma, cuya virulencia jamás había sido registrada. Y llevó la ruina a una extensa zona useña, provocando enormes desastres allá donde había alguna cosa susceptible de ser destruida. Recordemos las cifras récord de Irma en 2017, en las caribeñas Antillas menores:
- Un millón doscientas mil personas sin redes de agua potable y sanitaria en la República Dominicana.
- 17.000 personas sin tener un lugar donde guarecerse.
- Desaparición prácticamente total de infraestructuras viarias y de redes de agua en el territorio británico de ultramar de Anguila
- Práctica desaparición de todas las construcciones en Barbados
- Miles de casas destruidas y 28 muertos
- Pillaje generalizado
A ello hay que añadir los enormes destrozos de Cuba, Puerto Rico, Florida, etc
Por supuesto que no era la primera vez que ocurría. Un año después, con Florence y los que vinieron después, volvió a ocurrir .
Un repaso a la historia de la zona nos dice que el 9 de octubre de 1780, el Gran Huracán, como se denominó al huracán San Calixto asoló durante 11 días las Indias Occidentales del sureste del Caribe con vientos de hasta 300 km/h, destruyendo hogares y medios de subsistencia. Casi 22.000 personas murieron. Residían en las islas de Barbados, Martinica, Santa Lucía, San Eustaquio, Puerto Rico y La Española. Hasta hoy, continúa siendo el huracán más devastador nunca registrado en la historia del hemisferio occidental. Casi todas las islas del Caribe tienen su propia narración relacionada con los huracanes: Omar en Nevis, Iván en Granada o la Gran Tormenta de Cayman Brac en 1932.
Para que una región del globo se mantenga tan bella con su exuberante oferta natural y su benigno clima, hay que pagar algún peaje y aquí no es otro que el de correr el riesgo periódico de la ruina. Así no se olvida la eterna supremacía de la Madre Naturaleza.
Pero después de cada tormenta, después de cada tragedia, la gente del Caribe se dirige a ella y le dice: «Las tormentas pueden ir y venir, pero nosotros estamos aquí para quedarnos«. Afortunadamente, muchas islas escaparon a la ira de Irma: Barbados, la gran mayoría de las Bahamas, Islas Caimán, Jamaica, San Cristóbal, Nevis, Guadalupe, Punta Cana, Dominica, Martinica, Santa Lucía, Granada, San Vicente y las Granadinas, Trinidad y Tobago, Aruba, Bonaire, Curazao, el Caribe colombiano, el Caribe venezolano, Belice, Panamá, Honduras, el Caribe mexicano, Antigua, St. Croix y las Providenciales.
Todos hablan de los huracanes. Un huracán de noticias nos estremece. ¿Sabemos lo que son?. ¿Cómo se forman? Su zumbido solo se apacigua si resuena en nuestra cabeza la canción del discutido Premio Nobel de Literatura, el indiscutible Bob Dylan,
Here comes the story of the Hurricane.
Los huracanes, esas espirales logarítmicas de las tormentas tropicales, esas impactantes espirales muy parecidas a las áureas, que siguen la sucesión de Fibonacci en la que cada número es la suma de los dos anteriores. En la espiral del huracán, los rectángulos generadores tienen una proporción entre sus lados igual a la divina proporción. Gracias a ello, la velocidad del aire forma un ángulo aproximadamente constante con el campo de las isobaras (curvas de presión constante alrededor del ojo del huracán) y como el campo de presión adopta una forma radial casi simétrica, con isobaras circulares, llegan a generarse vientos con velocidades cercanas a los 300 km/h, provocando lluvias torrenciales que liberan volúmenes de 9 km³/día de agua. Se trasladan hacia el nor-noroeste a una velocidad de entre 20 a 25 km/h. Cuanto más lenta sea la velocidad de traslación, mayores estragos causa.
Esto pasa cada año entre agosto y noviembre, con una producción de huracanes que va de entre 5 en los años de menor actividad, a 55 los de mayor.
Todo se inicia como una simple tormenta tropical en las templadas aguas del océano, cuando la temperatura superficial supera los 26ºC La descomunal energía que puede generar la calidez del océano, sirve de nutriente básico a la borrasca, que comienza hacer sentir el ulular del viento. Cuando éste supera los 60 km/h, nos enfrentamos a una tormenta tropical, que, cuando alcanza una velocidad continua superior a 63 km/h ya recibe el bautismo porque se le da un nombre. Si las velocidades llegan a los 120 km/h, ya tenemos delante al huracán, que además de un nombre tiene como apellido un número del 1 al 5, de acuerdo con la escala Saffir-Simpson .
Para pasar de un número al siguiente, los daños producidos deben cuadriplicar a los del número anterior. Esta escala se utiliza desde 1969 y fue ideada por el ingeniero civil Herb Saffir y el meteorólogo Bob Simpson, para determinar los posibles impactos del huracán en función de los valores de la presión central y de la altura de la marea que genera. Esta altura, que es la responsable de los efectos más desfavorables de las inundaciones costeras, depende de la velocidad del viento, de la profundidad de las aguas cercanas a la costa, de la topografía, de la velocidad de avance del huracán y de su ángulo de incidencia en la costa
Imaginemos la formación de un huracán desde el principio:
Desde arriba veríamos un ojo circular que al ir creciendo en intensidad se transforma en elíptico y posteriormente pierde toda forma geométrica defnida, de diámetros comprendidos entre 40 y 300 km, que en algunos casos se reduce al llamado “ojo de alfiler”, con menos de una decena de km de diámetro
Bajando por el ojo, observaríamos que su perímetro interior está formados por tormentas interiores ligadas íntimamente a otras exteriores por corrientes de viento Estaríamos en el punto más álgido del fenómeno, con vientos de enormes velocidades y lluvias fortísimas. Admiraríamos nubes retroalimentadas con alturas superiores a los 15 km.
Y toda esta actividad se produce por la simple liberación por parte del océano de aire caliente y húmedo que al condensarse se convierte en vapor de agua, el mejor combustible de las tormentas.
En este escenario, recordamos la genial descripción que Víctor Hugo hace del meteoro eólico en su obra “Los trabajadores del mar”, sin necesidad de satélites, escuadrillas especializadas en cazar huracanes, ni documentales de televisión aclaratorios con la fuerza de la imagen. En este caso, unas palabra del escritor valen más que mil imágenes.
¿De dónde vienen? De lo inconmensurable. Su envergadura solo puede amoldarse a las dimensiones del abismo Sus prodigiosas alas solo se extienden en el espacio indefinido de las soledades. El Atlántico, el Pacífico, esas vastas inmensidades azules, son lo que les conviene. Las oscurecen y por ellas vuelan en tropel: El capitán Page vio en alta mar una vez siete trombas a la vez. Allí se muestran en toda su ferocidad, planifican los desastres. Su trabajo consiste en disponer la efímera y eterna inflamación del oleaje. Lo que pueden se ignora, lo que quieren se desconoce. Son las esfinges del abismo y Vasco de Gama es su Edipo.
En las tinieblas de las enormes extensiones por las que campan a sus anchas, aparecen con semblante nebuloso. Quien percibe sus lívida apariencia en la dispersión que puebla el horizonte marino, se siente en presencia de una fuerza irreductible.
Se diría que la inteligencia humana les preocupa y que están afilando sus cuchillos contra ella. La inteligencia es invencible, pero el elemento es inexpugnable. ¿Qué hacer frente a la ubicuidad imposible de aprehender? Su aliento se convierte en maza, para volver a ser aliento de nuevo
Los vientos combaten destruyéndose y se defienden disipándose. Quien los encuentra está vendido. Su asalto diverso y lleno de repercusiones, es desconcertante. Escapan tan fácilmente como atacan. Son la obstinación inaprensible. Cristóbal Colón, viéndoles acercarse a la Pinta, subió al puente y les recitó los primeros versos del Evangelio según San Juan. Surcouf, el legendario corsario de Saint Malo, los insultó: “llegó la horda”, dijo.
Napier les disparó con el cañón. Detentan la dictadura del caos. Es suyo el caos, ¿qué hacen con él?. Lo implacable. El antro de los vientos es más espantoso que el antro de los leones. ¡Cuántos cadáveres bajo sus pliegues sin fondo! Los vientos azotan despiadadamente a la gran masa oscura y amarga. Se les oye siempre y ellos no escuchan nada.
Ejecutan actos que parecen crímenes. No se sabe contra quien arrojan las blancas nubes de espuma.
Tras esta maravillosa descripción, poco más se puede añadir sobre lo que es un huracán. Solo que, según donde se ubique la perturbación atmosférica, será denominado huracán, tifón o ciclón. Quienes los temen en el Atlántico norte y en el Pacífico, les llaman huracanes. Los que soportan sus consecuencias en el Pacífico noroccidental, se aterran ante los tifones, mientras que los habitantes y turistas del Océano Índico, y del sureste y suroeste del Pacífico, lo harán ante los ciclones.
Pocas diferencias hay. Una es que los vientos más fuertes en los ciclones tropicales soplan cerca del centro de la borrasca. Sin embargo, en los ciclones extratropicales pueden situarse muy lejos de él. Otra, que los extratropicales llevan una mezcla de aire frío y caliente, mientras que los tropicales tienen un núcleo exclusivamente caliente.
Y para acabar, un poco de etimología eólica.
«Ciclón» viene del griego “kyklon”, «dar vueltas». Debido a Coriolis, en sentido dextrógiro en el hemisferio sur y levógiro en el hemisferio norte
“Huracán”, en cambio, viene de los mayas, que ya lo citan en el Popol Vuh, como “corazón del cielo” y lo relacionan con la tormenta, la más grande de sus deidades. De allí llegóa a una etnia centroamericana, la de los taínos, que se extendían por Puerto Rico, República Dominicana, Haití y Cuba adoraban al Dios Huracán, “centro del viento”. A los huracanes en particular se los asociaba con el castigo de las deidades antes las malas acciones del hombre.
Pos su parte, “Tifón” viene de los griegos. Y fue el benjamín de Gea, que disponía de cabezas de dragón en los dedos, quien arrancó a Zeus los tendones. Como castigo, Zeus lo envió al Etna, y ahí sigue alimentando al volcán.
El añoo pasado, fue un año de vientos y lluvias torrenciales en las zonas calientes del planeta. El tifón Hato ha provocado 23 muertos en China y Macao. El Noru ha devastado zonas del Japón. Los monzones han hecho lo propio en India. Solo en el Estado de Binar han muerto 500 personas. También ha habido que lamentar víctimas en Bangladesh y Nepal. De los huracanes, casi todo está dicho, porque es de lo que más se habla, como decíamos al comienzo. ¿Cómo será 2018?
Nos quedamos con Victor Hugo: La inteligencia es invencible, pero el elemento es inexpugnable
Mejor no olvidarlo. Porque, como escribió Rainer María Rilke, “es lo nuestro: ignorar la salida del lugar cuyo interior nos confunde”.
Para los gestores del futuro del agua, llegó el momento de dar salida. La que ahora ignoramos, a las secuelas que produce el huracán en las grandes ciudades. Evacuar a sus habitantes en los países en lo que se puede, es el mal menor. Después de eso solo queda rezar. Por ello hay que idear cómo darle salida al agua. Para que afecte lo menos posible, hay que cambiar el paradigma del diseño del drenaje urbano. Pero de eso ya hemos hablado tanto…
Lorenzo Correa
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