Hay sueños que aterran. Como el que sucedió al poeta cuando soñó que nunca más vería al agua. Por las espirales ideales de la tranquilidad nocturna discurría el agua. Y en cada recoveco, cambiaba de estado. Helada, tibia, ardiente…¡zas!, se evaporaba. Se convertía en humo como el sueño cuando ya estamos despiertos. Pero no había vuelta.
Comprendía toda la materia poética que da forma a los versos del poema del agua huida. Todo comenzaba en el sueño viendo anochecer en el río. La luz disminuía y la vista iba perdiendo su utilidad. Pero afortunadamente quedaba el oído. Porque si por la vista hubiera sido, la vuelta del agua se hubiera presentado imposible. Lo que no se ve no existe, o existe solo en nuestra imaginación. Por fortuna, el agua todavía se oía. Y mientras el oído diera testimonio de ello, no había que temer por su vuelta.
Allí estaba, cantarina y rumorosa. Alegre y presente. No, no se había ido, así que su vuelta era innecesaria. Por si acaso, al despertar miraría al cielo buscando nubes. Si las veía, su tranquilidad sería total. Porque el agua también estaba en ellas. Viajando y esperando el momento de que se precipitara su vuelta a la tierra.
¡Cuántos mecanismos mentales tiene el poeta para no temer por la vuelta del agua!. Así consigue superar el miedo que en la oscuridad de la noche despierta los fantasmas de la ausencia del agua. La sequía es la larga noche en la que los sueños son recurrentes porque al no ver el agua, creemos que ya no la veremos más.
Menos mal que al llegar la vigilia la imaginación se apresta a combatir el miedo. Para asegurarnos que pronto el agua estará de vuelta
Lorenzo Correa
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