Mi querido amigo y compañero Germán Bastida, es ingeniero, antropólogo y miembro de la Fundación Nueva Cultura del Agua. Pero sobre todo, es tan sabio y humilde que prefiere presentarse como un «ignorante documentado«. De los sabios se aprende. Hasta hablando de limpieza como ayer y hoy. Por eso también me sumo a esa documentada ignorancia. Ya somos dos, Germán. Leyó nuestro artículo en el que pretendíamos argumentar el para qué SÍ hay que limpiar los ríos. Y me envía para su publicación, al hilo de la catástrofe de Valencia, un estupendo ensayo que escribió en 2007. Y trata sobre la eterna disyuntiva de la actuación humana en el espacio fluvial ¿Limpiar o no limpiar el río?, ¿encauzar sin marco o actuar de otra forma? De limpieza de ríos va el debate.
Tan animado me he quedado con su lectura, que quiero compartirlo con todos ustedes. Para que nos ilumine en el debate, de nuevo abierto con la hecatombe que a todos nos abruma. Y también para que con su florida prosa, su rabiosa actualidad y su excelente fondo, avancemos en armonía para darle el adecuado tratamiento a la fragilidad de las inundaciones.
Sus palabras brillan entre el marasmo y el espasmo de declaraciones y artículos que siguen siendo los motores de la noria hidráulica que no para de girar, sin avanzar ni un milímetro hacia la deconstrucción del discurso del viaje a ninguna parte. Y animan a iniciar el extraño viaje de la gestión del agua (en este caso furiosa y desbordada, que erosiona e inunda). Ese que ha de comenzar cuando dejemos de viajar a ninguna parte, cuando deconstruyamos el discurso. Agradezco a Germán la introducción de este cambio de paradigma en la limpieza, que reproducimos ahora por apasionante y oportuno para deconstruir: de lo antropocéntrico a lo ecosistémico.
SOBRE LA LIMPIEZA Y EL MANTENIMIENTO DE LOS RÍOS
por GERMÁN BASTIDA (Octubre de 2007)
Como sucede de forma repetida tras cada episodio, los afectados por la reciente gota fría en
Alicante reclaman que se limpien los cauces que sus pueblos y ciudades invadieron con sus
nuevos desarrollos urbanos ribereños. Quienes alzan la voz son los pagadores de errores
urbanísticos que, en su mayoría, no cometieron por sí mismos; y de los cuales, si hubo alguien
que se lucró, está claro que no fueron ellos, tanto por falta de posibilidades como de intención.
Víctimas de un proceso que les fue ajeno, y actuando aún desde lo más profundo del trauma, es
lógico que reaccionen de una manera lineal y poco reflexiva: culpando al río del sometimiento,
que han sufrido, a un riesgo transformado en lamentables daños.
Alguien habría de haberles explicado (sobre todo, para no volver a caer en idénticas o en
mayores tragedias) que, en los ríos espasmódicos, como he llamado a nuestras ramblas, el
cauce, en muchos tramos, se vuelve a trazar en cada gran crecida: situar elementos de ocupación
permanente cerca de ellos supone la seguridad de que, en un momento u otro, se verán
alcanzados por las riadas.
La duda es si les anegará un mero desbordamiento, de aguas limpias y casi quietas; o si, como en esta y tantas otras ocasiones, se hallarán en medio de un intento de apertura de un nuevo curso fluvial: sometidos a la acción violenta de unas aguas torrenciales cargadas de sedimentos; expuestos al rostro más brutal del río espasmódico (del que sabiamente se distanciaron los asentamientos tradicionales). Si a dicha acción natural se suman otras, causadas por desequilibrios o intervenciones antrópicas, tales como explosiones de vegetación invasora y obstructiva del cauce, y formación y rotura de tapones con liberación brusca de agua
(no agua clara, precisamente) retenida, el panorama suele ser el más devastador y conllevar
pérdida de vidas humanas por traumatismos, no por ahogamiento.
Mi intención con estos párrafos no es adentrarme en dichos procesos de construcción de vulnerabilidad social –por incremento de la exposición al riesgo y por agravamiento del fenómeno natural-; pues ya lo he hecho en escritos anteriores y, sin duda, volveré a incidir sobre ellos en futuras ocasiones. Me mueven, en estos momentos, los indicios de que las inercias tecnocráticas sigan prevaleciendo, las expectativas de los afectados se perciban como verdaderas necesidades colectivas, y se acabe en una situación repetitiva que no conduce a buen efecto (definición literal de círculo vicioso). Es lo que acostumbró a suceder en las etapas del
desarrollismo, cuando este tipo de demandas se solventaban con “una solución técnica al problema creado por la solución técnica anterior”: ejecutando mayores canalizaciones -que, como mucho, trasladan el problema, agudizado, aguas abajo- y haciendo llegar un ponzoñoso –por falso- mensaje de seguridad a los afectados.
Mi preocupación, precisamente porque no pierdo de vista las dolorosas secuelas sociales, es que siga ocurriendo lo mismo: es decir, la aniquilación del ecosistema ribereño; que repercute, al final, en más riesgos. Aún cuando existe hace años (desde el 2000) una ley europea que protege la integridad ecológica de los ríos, reconociendo humildemente nuestra incapacidad humana para intervenir de manera
efectiva sobre la dinámica natural más poderosa del continente (norma que está a punto de dar a
luz otra específica sobre inundaciones, que va en este mismo sentido); y sin que ni los titulares
de la misión de defensa y tutela del río (tantas veces, propios impulsores de su degradación), ni
los fiscales, ni las cámaras de representantes, reclamen su cumplimiento.
Así que he decidido dedicar unas líneas a esos trabajos de limpieza y mantenimiento de las
riberas, partiendo de su compatibilidad con el dictado del buen estado ecológico de los
ecosistemas acuáticos (así como con su inmediato corolario de no deterioro) que manda la Directiva europea Marco del Agua. -Los ecosistemas continentales pueden autoorganizarse, gracias a que disponen de un sustrato sobre el que hacerlo, cuya cualidad determinante a estos efectos es su fertilidad. El caso de los ribereños es especial, ya que son abiertos: por un lado importan fertilidad desde las cabeceras; y
con ese mismo origen les sobreviene periódicamente una dinámica (la fuerza fertilizadora del “río estéril”) que los altera y lleva a un estado anterior de progresión. Este vector fluvial unidireccional se suma a los habituales elementos de explotación natural de los ecosistemas, de los que el principal en nuestras latitudes es el clima. A pesar de lo cual, el bioma ribereño posee una destacable capacidad de autodepuración y de autorregeneración; siempre que no se corten sus conexiones laterales, longitudinales y, sobre todo, verticales (con el freático subyacente).
La actividad antrópica supone otro factor añadido de alteración de los ecosistemas, del que no
escapa –al contrario, suele verse afectado de forma intensa y concentrada- el bioma ripario. Al
igual que sucede en los sistemas artificiales (conjuntos de tecnologías y redes que llamamos
usualmente infraestructuras) que carecen de mecanismos de autorregulación y precisan de un
adecuado mantenimiento a fin de preservar sus funciones y su estructura, los ecosistemas
sometidos a este tipo de presiones pueden requerir unas labores apropiadas de conservación, que
contrarresten o prevengan los deterioros inducidos por dicha causa: su antropización.
Dadas las condiciones de “puntos bajos” de los ecosistemas ribereños (en los que se concentran los flujos
de agua, sólidos y nutrientes de toda la cuenca), estos efectos pueden ser muy acusados: un caso típico es la agudización del transporte de sólidos y nutrientes observable en las crecidas inmediatas a alteraciones como grandes movimientos de tierras o incendios forestales, producidas quizá en una remota zona aguas arriba.
Otro ejemplo: la propia benignidad microclimática del ecosistema ribereño, unida a su singularidad (gradientes) respecto al ambiente exterior, así como a su configuración lineal (papel de corredor), facilitan que sean las riberas (junto a los márgenes de las vías más modernas de comunicación: caminos y
ferrocarriles) las rutas de penetración y avance de múltiples especies invasoras: uno de los problemas ambientales fundamentales de la actualidad. Así, cabe subrayar el protagonismo de algunas plantas introducidas en los abominables fenómenos de explosiones vegetativas que ciegan los cauces.
En pocas palabras: un ecosistema ribereño poco o nada alterado (y con su cuenca vertiente en
buen estado) es capaz de autoorganizarse y no necesitaría en principio labores de mantenimiento; acaso algo de vigilancia a fin de corroborar que permanecen dichas excelentes condiciones ecológicas. Mientras que, en el otro extremo, un complejo fluvial fuertemente modificado puede asimilarse casi por entero a una infraestructura: dependiendo su vida útil futura (así como su inmediata prestación de servicios: drenaje, regulación, conexión con el acuífero) del oportuno y adecuado conjunto de tareas de mantenimiento y conservación.
Los dos casos extremos citados, quizá sean excepciones –nos tememos que más el primero que
el segundo-; sirviendo en mayor medida a efectos conceptuales que prácticos. En la generalidad
de los supuestos observables en nuestra humanizada Europa, daremos con un estado intermedio:
determinadas funciones del ecosistema ribereño, así como algunas partes de su estructura, se
hallarán más sometidas a deterioro que otras debido a las mencionadas causas antrópicas. La
degradación acumulada por la ribera en cuestión tendrá asimismo consecuencias sobre su
capacidad específica para resistir y afrontar nuevas alteraciones (denominada resiliencia).
De forma que, en razón de la sensibilidad propia del sistema, así como de la magnitud de las
presiones y del impacto acumulado, la resiliencia será distinta. Aunque no sea posible llegar a
una fórmula o receta comúnmente aplicable, sí que –en virtud de la experiencia- es factible
señalar algunas pautas genéricas de actuación al respecto.
Repitiendo el binomio que titula estos párrafos, las actividades a realizar podemos dividirlas en
limpieza y mantenimiento. Se trata, en ambos casos, de labores que se llevan a cabo en el propio
tramo afectado. Siendo, por ello, muy importante –antes de pasar a desarrollarlas- subrayar que
atenderán sobre todo a los síntomas de los procesos fluviales; y no, por lo general, a sus causas.
Dado que dichas causas pueden ser remotas en el espacio y en el tiempo (hallándose en otro lugar de la cuenca y en un momento anterior), la solución definitiva a los desequilibrios tiene muchas posibilidades de ser ajena a la ejecución de dicha respuesta al síntoma, por muy primorosa que ésta sea. No hace falta señalar que resulta mucho mejor, desde cualquier punto de vista, atajar o revertir de una vez los fenómenos de deterioro que sea viable erradicar, que someterse a una hipoteca permanente (cuando no, además, creciente) de mantenimiento: un nuevo círculo vicioso, al que tan propensos son los problemas divergentes, como es el caso de la gestión fluvial sostenible (léase inteligente).
Suponiendo que se ha extremado dicho enfoque preventivo (antes, reducir); y que, por tanto, los
procesos de deterioro remanentes son únicamente los inevitables, la tarea mencionada en primer
lugar, la limpieza, hace referencia a la retirada de residuos, objetos y artefactos, que debe
llevarse a cabo (tanto en los cauces como en las riberas) rutinariamente; además de –con
superior intensidad- en ocasiones especiales, como pueden ser: antes de la época de lluvias,
después de concentraciones de usuarios, y con posterioridad a episodios de crecida, incendios
forestales o movimientos de tierras aguas arriba (así como en puntos delicados singulares: como
los entornos de puentes, los estrechamientos, las confluencias, los meandros cerrados y los
tramos muy urbanizados).
Es evidente que la finalidad ecosistémica de esta actividad -extensiva a todas las restantes- hace
que lo importante sea que el estado del tramo afectado mejore, o se materialicen las condiciones
para que el ecosistema ribereño pueda recuperarse por sí mismo, tras el tratamiento: por lo que
(en razón de la sensibilidad concreta del lugar) se deberán emplear medios manuales o
mínimamente invasivos; renunciando a la limpieza si se prevé realizar más daño que el
potencial beneficio a lograr. Las excepciones a esta regla básica tienen que ser justificadas; y
contrarrestadas mediante acciones compensatorias, con preferencia aguas arriba.
El mantenimiento, aparte de labores de vigilancia de estado y detección precoz de alteraciones
(invasiones del espacio fluvial, inicio de erosiones, desequilibrios o riesgos gravitatorios,
vertidos, pérdida de vigor de la vegetación ribereña), ha de atender las siguientes actividades:
Sobre todo, a la preservación de la vegetación riparia, en su doble función de protección (en
primera línea de orilla), y de sombreo y dinámica evaporativa (en el resto del ancho de la
banda): para ello, la actividad básica será la reposición de las discontinuidades de la
estructura vegetativa (estaquillado en la banda de salicáceas u homóloga del ecosistema que
se trate; plantación densa y a raíz profunda de especies arbóreas dominantes). Es preciso
tener muy en cuenta que la ruptura de dichas condiciones de sombreo y de consolidación de
una banda arbustiva de primera línea, es el desencadenante local de las invasiones del cauce
por plantas colonizadoras que lo acaban cegando.
Esta labor debe acompañarse por el desbroce y la retirada selectiva de las especies anómalas
o inapropiadas: con especial énfasis y exhaustividad en los casos de explosiones de
vegetación obstructiva del cauce (las cuales habrían de atajarse de forma preventiva en su
inicio, nunca llegando a producirse); así como de presencia de ejemplares inadecuados, por
su falta de capacidad de sostenimiento de la ribera, para la primera línea de exposición a las
corrientes (que tampoco habría de materializarse, si se persiste en actuaciones preventivas).
Un fenómeno a impedir especialmente es la colonización arbórea de depósitos del lecho en
lugares donde el espacio fluvial no es libre, sino que está constreñido por márgenes
urbanizados o infraestructuras (longitudinales o transversales).
Otra actividad básica de mantenimiento, en entornos de uso –sobre todo ganadero- y pisoteo
intensivos de las riberas, es su mero cierre o vallado; temporal -hasta que se consoliden el
porte de la vegetación arbórea y, en su caso, la densidad de los estratos arbustivo o
escandente (lianas)- o permanente.
Parece obvio indicar que el personal que ejecute estas labores debe poseer los conocimientos y
la especialización pertinentes, a fin de distinguir, en cada situación, los ejemplares y las especies
vegetales a preservar, a introducir y a erradicar, así como sus densidades óptimas. El razonamiento del empleo de medios mínimamente perjudiciales hecho para la limpieza, tiene asimismo aquí plena validez.
Hay que tener en cuenta además que, en muchos tramos, se partirá de una situación de déficit de
mantenimiento acumulado; por lo que será preciso establecer un primer paso muy intensivo de
recuperación de dicho retraso (quizás incluso esto no sea factible hacerlo de una sola vez),
llevando al segmento tratado a la situación controlada (que permita la continuación meramente
rutinaria de los trabajos) descrita en el párrafo anterior. Es posible que la complejidad, la
singularidad o el valor del tramo, conduzcan a la necesidad de que dicho tratamiento inicial
intensivo se enfoque como una restauración fluvial.
Aún así, efectuado lo anterior, una de las misiones de la vigilancia será la detección de episodios
de nueva acumulación de déficits de mantenimiento (debida a carencia de recursos, menor
frecuencia o interrupción de los trabajos, o aceleración de los procesos de deterioro), los cuales
pueden volver a requerir una respuesta de intensificación discrecional de dichas labores.
He de concluir señalando que las actividades de mantenimiento mencionadas no agotan, ni
mucho menos, el panorama de lo realizable: no sólo el conjunto de dichas labores es más
amplio; sino que siempre debe complementarse con distintos servicios y gestión en general:
entre las cuales destacan, desde la óptica de los potenciales afectados por las inundaciones a
cuyas expectativas he dedicado estos párrafos, las de zonificación de riesgos, reubicación de
usos, prevención, alerta y mitigación de daños. Los ríos -también los poseedores de dos caras
tan contrastadas como las de las ramblas del levante (extremas: freática o torrencial)- son para
disfrutarlos y no para temerlos. Si bien, este es -de nuevo- tema para otro documento.
Germán Bastida,
Roda de Barà
Octubre de 2007
Muchas gracias, Germán por contribuir al debate, Así se va avanzando en el camino del futuro del agua
Lorenzo Correa
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