Ver fluir las aguas por el río es un prodigio siempre renovado. Sobre el lecho las nubes depositan su carga de gotas. Caprichos de deseos pasajeros que nunca sabremos, hasta que el cauce se serene, el resultado que producen.
Hoy el río estaba agitado por los caprichos de una tormenta. Las espumas se iban calmando mientras los cantos rodados formaban tapices inéditos. Sólo descansaban un poco en su viaje, cual impertérrito viandante que ni siquiera sabían dónde y cuándo acaba.
Caprichos también los de las cañas. Unas sucumbían a la erosión de los caudales y otras solo se inclinaban a su paso, mostrando sus respetos. Y la capacidad de anclaje de sus rizomas. Mientras tanto, la vegetación de ribera asistía cimbreante al festival fluvial, alerta y preparada para la embestida si seguía lloviendo.
Cien colores, cien rompimientos, cien aguas se presentan a nuestra vista en un río inalterado por el urbanismo o la presencia cercana de vías de comunicación. Solo lo alteran los caprichos de las nubes. Y esas gotas caídas ahorman el cauce arrastrando sedimentos y depositándolos por doquier.
Dejan un escenario de estudio para los potamólogos. Esos sesudos hidrólogos tan ignorados hoy en día. Por eso, desde aquí les animamos a modelizar los caprichos del río. Que luego viene la avenida y nos coge a todos desprevenidos.
Y sin querer reconocer lo frágiles que somos ante los caprichos de la naturaleza. Porque es más fácil echarle toda la culpa al cambio climático. Y hasta la próxima

Lorenzo Correa
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