Se habla cada vez más con pasión y deleite de las virtudes del agua, porque hace posible, alienta y conserva la existencia de los seres vivos . Y además, mejora su salud. Así se nos vende el agua pública y así también se vende, de forma mucho más seductora, el agua privada. Esa que conocemos como mineral o de manantial. Pero ¿podría acontecer en nuestros días una nueva epidemia de peste?
Porque casi no se habla de las enfermedades que transmite el agua, como la peste, cuando su estado cualitativo no es el adecuado. Porque eso no vende nada y de lo que se trata cuando se habla del líquido elemento es de vender siempre algo.
Como nosotros no vendemos nada, hablaremos hoy sobre las enfermedades que guarda el agua y concretamente sobre el hielo bubónico, sobre plagas que duermen en el hielo, o sea, en el agua. Sobre la nueva peste
En español, las bubas son tumores blandos, generalmente de pus, que se extienden por el cuerpo cuando alguna enfermedad, como es el caso de la peste bubónica, los provoca. Todo comenzó a comienzos del siglo XIV cuando se esta enfermedad apareció en China, afectando únicamente en principio a los roedores.
La enfermedad se transmitió mediante las pulgas a los seres humanos, transmitiéndose con inusitada rapidez entre personas. Causaba fiebre, la parición de manchas de color negro al final de su evolución y bubas producidas al hincharse las glándulas linfáticas.
Como al final del siglo XIII Marco Polo ya había vuelto de la China, el comercio con Europa estaba en todo su auge en la época de la peste. Y así, en los mercantes estimulados por la gesta de Marco Polo llegó la seda y otras maravillas, pero también la peste negra.
Desembarcó en Sicilia y se extendió rápidamente al continente. Tan rápido que Bocaccio dejó escrito que algunos comían con su amigos y cenaban en el paraíso con su ángel de la guarda.
En menos de seis meses la peste ya estaba en el norte de Inglaterra. La medicina de la época no sabía como hacerle frente, pues ni siquiera sabía que eran las pulgas las transmisoras. Cuando en invierno su actividad se reducía al máximo, la enfermedad daba una tregua y todos se alegraban pensando en haberla vencido. Pero al subir las temperaturas regresaba aún con más fuerza.
Entre el año 1000 y el año 1347, comienzo de la peste negra, la población europea pasó de 38 a 75 millones de personas. Pues bien, solo en cinco años, se llevó a 25 millones de personas, reduciendo en un tercio la población europea para el año 1352.
Esa disminución, que repercutió enormemente en la cantidad de trabajadores disponibles, generó hambre. Y, como consecuencia de la hambruna, bajada de defensas e incremento de las enfermedades. En la otra cara de la moneda, revueltas campesinas, ya que al ser menos los trabajadores, exigían aumentos salariales. Esta es la historia de la peste negra, llamada black death en Inglaterra, con sus secuelas higiénicas, sociales y económicas.

Pero la historia no acaba aquí, porque algo quedó de ella y está todavía en el hielo. Sabido es que en las rocas está el archivo y registro de la historia del mundo, ya que contienen en sus estratos vestigios con millones de años de antigüedad. Pero no tanto que el hielo hace la misma función de albergar historia congelada en su seno y vida hibernada. Así, a diferencia de lo que contienen las rocas, puede volver a revivir cuando la temperatura aumenta y se produce la descongelación.
La realidad es que ahí persiste la bacteria de la peste, la ‘Yersinia pestis’. Es el patógeno más letal de la historia de la humanidad, responsable de la generación de las tres plagas por antonomasia. La de Justiniano en el siglo VIII, la que relatamos hoy de la peste negra y la declarada en China en el siglo XIX.
Y no está sola, hay todo tipo de inquilinos hibernando desde hace 30.000 años en el hielo del Ártico. Solo está esperando que el calentamiento global licue el hielo y al cambiar de estado, los deje libres para volver a visitarnos.
¿Cómo los recibirá nuestro sistema inmunitario después de tanto tiempo? Es el caso del virus gigante encontrado en Chukotka (Siberia). El «Phitovirus Sibericum, cuyo tamaño es el de una pequeña bacteria, 1,5 micrómetros de largo y cuyo material genético es 50 veces más numeroso que el del virus del VIH.b
Basta con una simple descongelación y unas condiciones climáticas favorables, para que resucite. Si los viriones (virus aislados que no se encuentran infectando ningún organismo) permanecen en esas capas y se activan, se podría producir un cóctel letal.
Por otra parte, en Alaska, se han encontrado ya vestigios de la gripe “española”. La que en 1918 contagió a 500 millones de personas y se llevó por delante a 100. Casi el 5 por ciento de la población mundial de la época. Su mortandad fue seis veces superior a la provocada por la la primera. Para acabar de intranquilizarnos, parece ser que viriones de viruela también están atrapadas en los hielos siberianos.
Si bien es cierto que la mayoría de estos organismos no resucitarán cuando se produzca el deshielo, también lo es que bajo una condiciones muy estrictas, se ha conseguido reanimar en laboratorio algunas bacterias letales. Por ello, los científicos ya saben que pueden revivir. También qué condiciones deben darse como mínimo para ello. Entonces, se podrían volver a sufrir plagas que ya forman parte del pasado.
Recordemos que en agosto de 2016, un brote de ántrax infectó a 21 personas en el norte de Siberia. Murió un niño 12 años y se cree que la epidemia la originó el cadáver infectado de un reno que llevaba congelado 75 años bajo el permafrost.
Al producirse el deshielo afloró a la superficie, liberando la bacteria del carbunco (Bacillius anthracis). Ella también fulminó en otra región siberiana a más de 2.300 renos, obligando a los veterinarios vacunar a 35.000, cuyo hábitat estaba cercano a la epidemia. También hubo que enterrar a los renos muertos, pues las esporas del Bacillus anthracis resisten vivas temperaturas de hasta 140 grados.
Sin ánimo de alarmar a nadie más de la cuenta (bastante tuvimos con el COVID), lo cierto es que en el hielo hay un peligro potencial. Y por ello los epidemiólogos están alerta más que por el retorno de las enfermedades olvidadas, por las reubicaciones, nuevas conexiones o evolución insospechada de lo que salga a la superficie.
La propagación “antigua” estaba limitada por la escasa mezcla de pueblos debido a las inexistentes condiciones de desplazamiento fácil a largas distancias. Los veleros italianos comenzaron a acercar a los pueblos, a sus materias primas. Y por ello a relacionar a la humanidad. Hoy es muy distinto, porque cualquier objeto o ser vivo puede llegar al otro extremo en unas decenas de horas. El COVID lo demostró
Aunque los ecosistemas son en su mayoría estables, aspecto que limita la propagación de pandemias, el calentamiento global es un factor de inestabilización. Y produce el mismo efecto, aunque mucho más potenciado, que los descubrimientos de continentes del comienzo de la era moderna.
Que a un francés le afecte hoy el dengue o la malaria es casi imposible. Pero en el próximo futuro será más fácil si el trópico se desplaza hacia el norte, llevando consigo a los mosquitos. Es lo que ha ocurrido ya con el Zika, que ha llegado muy lejos. Y además ha mutado. Estuvo confinado en Uganda y no afectaba a los recién nacidos. Ahora ha salido de allí y los afecta sin saber muy bien todavía por qué.
Por su parte, la malaria, avanza en las regiones cálidas. No solo porque sus mosquitos transmisores (Anopheles, Aedes y Culex), acompañan a la expansión de la calidez. Sino también porque cada vez que aumenta la temperatura, se reproducen diez veces más rápido. En nuestros días, cerca de 700.000 personas al año mueren actualmente por variaciones de E. coli, tuberculosis y malaria que han desarrollado resistencia a los antibióticos.
En 1997, la useña Agencia de Protección del Medio Ambiente indicó que en el siglo XXI habría: “un aumento aproximado de entre 45 y 60 por ciento en la proporción de la población del mundo que viviría dentro de la zona potencial para la transmisión de la malaria”. Eso supone 70 millones de casos adicionales anualmente. Por fortuna, hoy en día los pronósticos se han templado un poco. En cualquier caso, las predicciones intuitivas de la “extensión” de la malaria de las zonas tropicales a regiones templadas todavía persisten.
Incertidumbres del agua como vehículo transmisor y resucitador de enfermedades. Sean o no ciertos los pronósticos de los más agoreros, hay que tenerlas en cuenta para el futuro
Lorenzo Correa
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