Mira el agua la broncínea efigie y descubre que siempre está ahí. En el mar, sí. Aunque en el cauce moribundo a veces no la vea. Pero la intuye bajo el lecho. Ahí yace, recordando el acuífero en el que alguna vez descansó yal que alguna vez volverá cuando las nubes quieran y el terreno lo permita.
Porque aunque no la veamos, siempre está ahí. En nuestro cuerpo, en nuestra alma y en nuestra mente. Ávidos de ella cuando tenemos sed, ahítos cuando nos saciamos al encontrarla. Enfermos cuando no es buena, ahogados cuando nos mata. Sí, siempre está ahí.
La mujer varada en la playa, recuerda a su modelo. En ella había agua, pero a la eterna vigía del mar también la visita cuando la lluvia deja con su gotas el beso del agua en la piel desnuda de bronce.
Siempre ahí, nos acompaña y va con nosotros día tras día. Es eterna en su ciclo incansable, dulce o salada. Salobre o contaminada, siempre agua, siempre buscada. Solo cuando la avenida nos abruma es odiada. Entonces, muchos lamentan no haberse protegido suficiente de su amada.
Perenne aportación a través de los ríos que van llevando al mar su húmedo producto. Allí aguarda a volver al cielo, porque añora la tierra. Vaivén de gotas y de estados. Líquida, gaseosa, sólida, evaporada o sublimada. Bebida y dejada ir. Regada e inflitrada. Embalsada o descansando en el lago y la laguna. Presente, ausente, sorprendente.
Pero hoy, en la playa donde siempre la veremos con o sin espumas susurrantes de olas airadas, está presente entre el cielo y la arena. Y la vigía nos lo recuerda con su presencia, mirándola sin descanso.

Lorenzo Correa
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