Aprieta la sequía , llega septiembre y por nuestros ríos, arroyos, laguna y embalses solo se oye el quejido de la naturaleza. Seco y estentóreo. Con ella todos llamamos al agua desconsoladamente. Le imploramos al cielo que, cuando nos la envíe, nos haga de todo, menos falta.
Ya nos están asustando muchas tardes las tormentas. Consecuencia lógica de los calores pasados. Tanto que algunos piensan si de tanto pedir agua, los cielos se abren para dárnosla toda de manera intensa .
Que nos hagan demasiado caso. Ojalá no tengamos que rogarle que se vaya por donde ha venido antes de ahogarnos. Y es que el agua no para de dar trabajo a sus gestores y alegrías y tristezas a sus usuarios, que somos todos.
Por eso, nuestra vida no deja de ser un diálogo continuo con el agua para que nos atienda o nos olvide. Hasta que aprendemos que ella también tiene su alma en su almario. Por eso, en el fondo nos parecemos tanto y replicamos su sequía con nuestra tristeza y su inundación con nuestras pasiones desatadas. Mientras lo hagamos, estaremos vivos. Cuidado con el agua.
Al año hidrológico le queda poco de vida. Y las campanadas de su medianoche doblan quejumbrosas, con un lamento nunca atendido aunque siempre rebatido con otro lamento enfrentado. El proporcional al estado de los embalses, que siempre es el peor posible para esas fechas.
Vendrán años húmedos y se hablará de otra cosa. Pero los ciclos húmedos duran poco en un país empecinado en mantener ese clima tan propenso a la sequía. Y ella vuelve y vuelve y vuelve, generando cada año las mismas noticias. Dando vueltas a la noria sin avanzar ni un milímetro. Escuchando siempre las mismas quejas, los mismos argumentos que se transmiten de generación en generación.
Ojalá se acabe pronto la sequía para que las piedras puedan volver a lavarse los pies en los ríos, como escribió Ramón
Lorenzo Correa
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