Paseamos cerca del mar en una tórrida tarde de verano. El ocaso se cierne sobre el paseo marítimo en el que la ciudad costera deposita todas sus esperanzas estéticas y económicas para atraer y retener al turismo estival.

Los urbanistas han trabajado bien para lograr una vía estética, segura y tranquila. El tráfico rodado circula despacito. Las aceras son anchas. Y la visión del mar y de la playa satisface todas las expectativas del veraneante que ha dejado la gran ciudad y sus calores.

Aquí puede disfrutar de un paseo marítimo repleto de incentivos para el descanso, el asueto y el deporte. Pero no hay marítimo relax en una vía paralela al mar,  sin cauce que lo atraviese. Oculto o no.

Y en nuestro paseo, lo hemos encontrado. Ese cruce aparentemente inocuo cuando se camina absorbido por el azul del cielo y el marrón claro de la arena de la playa. Una vez más, abandonamos el paseo marítimo y remontamos el cauce por la calle que en él desemboca. Y lo que vemos,  vuelve a ponernos los pelos de punta. Si miramos el cauce aguas abajo del paseo, la estética da paso a la solución barata y antediluviana.

¿Por qué razón, hoy que tanto se cuida el aspecto estético de las ciudades y pueblos, nadie se preocupa de solucionar estas agresiones a la belleza en lugares estéticos por turísticos? ¿ No es esta una zona también amenazada por el cambio climático?

Afortunadamente, pocos viandantes abandonan el paseo marítimo para hacer lo que nosotros hicimos. Mejor para ellos, porque la procesión va por dentro.

De los aspectos hidráulicos del cruce, de  su mínima sección de desagüe, de los pozos de las redes de pluviales y saneamiento y de lo que inevitablemente sucederá cuando llegue la avenida, poco tenemos que añadir a lo ya relatado en estas páginas de exaltación de los ríos humanos. Lo imparable ha vuelto a chocar contra lo impenetrable

En otoño, después de la primera lluvia  volveremos al paseo marítimo. Esperamos poder llegar sin problemas al cruce con el cauce

 

Lorenzo Correa

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